El Descendimiento de la Cruz, de Rogier van der Weyden
El Descendimiento de la Cruz. Oleo sobre tabla. Rogier van der Weyden (ant. 1443). Museo del Prado.
Se trata de la tabla central de un tríptico, cuyas alas laterales han desaparecido, en la que Van der Weyden plasma, en una escena de gran complejidad con gran número de personajes, el momento en que José de Arimatea, Nicodemo y un ayudante sostienen en el aire el cuerpo de Jesús, con la expresión de consternación a que obliga el fenómeno de la muerte, y María cae desmayada en el suelo sostenida por San Juan y una de las santas mujeres. Es una pintura al óleo sobre madera que tiene forma rectangular, con un saliente en el centro de la parte superior, en el que se encuentra la cruz y un joven encaramado en la escalera, que ha ayudado a bajar el Cadáver.
Weyden maneja con maestría las figuras representadas en un espacio limitado. Hay dos parejas que se representan paralelamente: María Magdalena y Juan en los extremos y la Virgen María y su hijo Jesucristo en el centro. Al lado derecho, María Magdalena, que se dobla consternada por la muerte de Cristo, es la figura con la expresión del dolor más lograda de todo el cuadro. Su movimiento corporal se repite, de forma opuesta y complementaria, en la figura de Juan, vestido de rojo y a la izquierda. Ambos parecen encerrar entre paréntesis al resto del grupo.
En el interior de ese espacio sobresale el juego de diagonales paralelas en el que María es representada sufriendo un desfallecimiento y Jesús aparece en idéntica posición que su Madre, lo que significa que los dos padecen el mismo dolor, ilustrando así en el paralelismo entre las vidas de Cristo y la Virgen, la Compassio Mariae, la pasión que experimenta la Virgen ante el sufrimiento y la muerte de su Hijo.
En el primer término, abajo, hay un pequeño fragmento de paisaje, con pequeñas plantas, un hueso alargado y una calavera junto a la mano de María desmayada. Presentar un pequeño matorral vivo junto a la calavera alude a la vida después de la muerte. La ausencia de paisaje en el resto del cuadro centra toda la atención en los personajes en los que impactan sus gestos, la contención con que se expresan los sentimientos y el juego de curvas y contra curvas que une a los protagonistas de la escena.
La riqueza de los materiales -el azul del manto de María es uno de los lapislázulis más puros empleados en la pintura flamenca de la época- y sus grandes dimensiones (el cuadro mide 2,6 metros de ancho por 2,2 de alto), con las figuras casi a escala natural, evidencian ya lo excepcional de la obra. El espacio poco profundo, de madera dorada, en que están representadas las figuras y las tracerías pintadas de los extremos superiores -imitando también la madera dorada-, al igual que el remate rectangular del centro, las hacen semejar esculturas policromadas. Además, el engaño óptico se refuerza aún más por el fuerte sentido plástico que Weyden imprime a sus figuras, siguiendo el ejemplo de su maestro Robert Campin.
La tabla se encargó, durante la primera mitad del siglo XV (antes de 1443), por la Cofradía de los Ballesteros de Lovaina, hoy en Bélgica, para su capilla en la Iglesia de Nuestra Señora de Extramuros, de ahí las pequeñas ballestas representadas en las esquinas superiores. Adquirida por María de Hungría en el siglo XVI, pasa después a manos de su sobrino Felipe II, que la coloca en la capilla del Palacio de El Pardo hasta su entrega al Monasterio de El Escorial en 1574. Allí estuvo hasta que al estallar la guerra civil en 1936 la Junta Delegada de Incautación, Protección y Conservación del Tesoro Artístico Nacional del gobierno republicano decide trasladarla al Museo del Prado y, posteriormente trasladarla a Ginebra, junto con otras obras maestras. Terminada la guerra, regresó a España en 1939, siendo incluida formalmente en el Prado mediante un decreto del nuevo gobierno en 1943 bajo la fórmula jurídica de depósito temporal renovable, cuya última actualización es de 1998. La pintura, tras una exitosa restauración, subsiste en soberbias condiciones de conservación.